El Caracol Negro

Sobre las virtudes del huerto.

Pia Pera escribió un ensayo muy bonito sobre las virtudes de cuidar del huerto, muy consciente de ese saber intuitivo que relaciona la vida en la tierra con la nuestra propia. Más allá incluso de un sentido metafórico, la vida del suelo se comporta como la de, sin ir más lejos, nuestros estómagos. Organismos y procesos similares se despliegan tanto en la digestión como en las relaciones de la microbiología del suelo (bacterias, hongos, ácaros, levaduras, fermentaciones, acidificaciones, etc.). Lo raro es que, a estas alturas, todavía no hayamos puesto un nombre similar al de aparato digestivo a lo que ocurre en esa misteriosa capa bajo nuestros pies. Queda claro, en todo caso, la importancia que tiene cuidar de algo que es más importante que nosotras mismas. Recomiendo sin duda la lectura de cualquiera de sus libros, incluido el que hace honor al título de este post.

Pero tengo que reflexionar sobre una tendencia muy común en este sentido, no ya en autoras como Pia Pera, sino en personas que comparten hoy en día sus experiencias con el huerto. Creo que estamos viviendo una pequeña revolución “hortícola”, “agrónoma”, “ecológica” (llámesela como se quiera), por la que mucha gente está redescubriendo esas virtudes de vivir conectado a la tierra y a la producción de nuestros propios alimentos. Más allá de la agroecología o de enfoques críticos con el modelo agroindustrial, hay mucho creador de contenido en redes sociales divulgando sobre los simples y puros beneficios de tener huerta en casa, huertos urbanos, plantas de interior, y demás. El gran eje central de todo este conocimiento compartido es, sin duda, el disfrute de una actividad que ha sido desdeñada y ridiculizada por las últimas generaciones de humanos.

“Mancharse las manos” ha sido, para muchas de nosotras, un estereotipo en un sentido negativo, como aquello a lo que nunca deberíamos aspirar, o más bien, aquello en lo que a toda costa deberíamos evitar caer. Quizás por esto hablo de “revolución”. Porque revalorar el trabajo manual y sucio de la tierra es, en muchos sentidos, una rotura completa de esquemas e imaginarios. Al menos, respecto al siglo que nos precede y su generación. Por lo tanto, me alegra mucho ver cómo proliferan cuentas de mujeres hablando de poner tagetes debajo de los tomates para evitar pulgón; cursos de botánica aplicada, de microbiología del suelo, de permacultura; que la ecología esté al orden del día para muchas personas (aunque no las suficientes, ni las que más deberían tenerla); o que la alimentación en ciertos contextos vaya pasando de ser una estrategia de marketing a una decisión hogareña y comunitaria.

Sin embargo, aquí me veo en la necesidad de presentar una contradicción interna que he tenido desde que conecté con la agroecología: y es que a mí el huerto no me relaja. Al menos, no como dicen muchas de estas personas que comparten sus experiencias. Yo no he sentido una paz y una calma internas, inenarrables, mientras recogía calabacines bajo un sol de mañana, que tostaba con cuidado mi piel; sintiendo cómo se me despiertan las hormonas y endorfinas, liberando dopamina; llevándome a experimentar un estado de satisfacción total con mi vida.

A mi el huerto no me relaja. Por lo menos, no siempre. Al contrario, me suele frustrar más el ver cómo las cosas no salen después de mucho esfuerzo. Cómo hay que planificar y situarse en tiempos y espacios muy alejados del presente, teniendo en cuenta infinitas variables (de las cuales uno puede controlar y predecir más bien poquitas); procurando entonces pensar y tener opciones alternativas para cuando las cosas no crecen, se pudren, salen hongos, no llueve lo suficiente, llueve mucho, hace sol, no hace sol, viento, niebla, hiela, o viene una ola de calor.

Así que lo voy a decir con palabras muy sencillas, pero necesarias: no hay que romantizar el huerto. Sobre todo porque esta revolución agrícola, que tanto admiro, también es un privilegio moderno occidental de aquellos que pueden permitirse dedicar tiempo de sus vidas a una actividad que, entre plantas que crecen en pequeños bancales bien delimitados y llenos de suave y aromático compost, les alegra la existencia. Pero en última instancia sus vidas no dependen de ello.

Para muchos otros, la agricultura es subsistencia. Ni siquiera tienen noción de huerto como aquí, ya que el suelo es ante todo la actividad que les permite vivir. No hay bancales elevados bien cuidados, ni un jardín por el que pasear tranquilamente en las mañanas de verano. En muchos casos se ponen monocultivos porque es lo que da dinero (y porque la farmacéutica de turno es quien pone las reglas), y porque sería muy complicado cosechar una gran superficie donde hubiera treinta especies distintas de plantas, sobre todo cuando existe un mercado que impone ritmos y mínimos de producción.

La realidad es que la producción de alimentos es en su mayoría una industria y un negocio, y este es el problema: que los que sostienen la base de nuestra civilización son muy pocos y viven muy precariamente, por culpa de otros pocos muy ricos. En el mejor de los casos, disfrutan de los privilegios de vivir en un país occidental; en el peor, son esclavos del neocolonialismo extractivista y financiero. No hablo por supuesto de los directivos de empresas de semillas y fertilizantes, sino de los campesinos y campesinas, del tipo que sea, especialmente las del sur global desposeído y explotado. Esto parece ser algo que se nos olvida cuando enseñamos con orgullo nuestros tomatitos y nuestras calabazas.

Y el problema que veo entonces es que gran parte de esta revolución hortícola, de forma indirecta, acrecienta el dualismo que actualmente se vive en agricultura: o se es propietario blanco privilegiado que disfruta de un huertito pequeño enfrente de casa, o se es agricultor (de cualquier color y en cualquier parte del mundo) explotado hasta morir en interminables horas al sol, oteando un horizonte seco y degradado. Por supuesto, no toda la revolución es así, pues existen también movimientos sociales, sobre todo en las ciudades, que exploran precisamente maneras de enhebrar puntos medios. Hablo de movimientos en defensa del territorio, huertos urbanos comunitarios, espacios ocupados, o incluso iniciativas para sacar la tierra del mercado y ponerlo en manos de vecinas y vecinos.

Pero en todo caso, cuando pienso en esto, inmediatamente el huerto deja de relajarme (si ya antes de pensarlo me relajaba poco), porque me doy cuenta de que, al tiempo que quiero que forme parte de mi vida y mi día a día, tampoco debería convertirse en un negocio del que depender, ni en un espacio privativo. La producción de alimentos debería ser una actividad común, presente en la vida de todas (al menos, de todo el que quiera comer). La tierra no debería ser de nadie, y al mismo tiempo, debería ser de todo el mundo. Trabajar en el campo debería ser algo duro, pero no una labor exhaustiva que nos consume hasta morir.

Para alcanzar eso, entonces, lo que tenemos que hacer es trabajarla por igual. Reprimarizar la economía, se podría decir, de forma que recuperemos el número de agricultores que había hace menos de un siglo. Pero podríamos incluso plantear, como horizonte utópico, que la alimentación nunca sea una cuestión de mercado, sino una actividad cotidiana y consciente en la que participa toda la población para asegurar sus necesidades; donde los conocimientos son compartidos y co-creados, y en lugar de explotación física y mental, el espacio se presta más al cuidado y al cariño. En última instancia, al cultivo de las virtudes.

Por todo esto pienso que, igual que es importante hacer divulgación sobre los beneficios de cuidar un huerto, también debemos tomar consciencia de la crisis agroalimentaria que estamos viviendo, y que la proliferación de mini huertas privadas no le va a poner solución. De base, porque somos muchas en este nuevo mundo del siglo XXI, y ya no podemos “vivir como nuestros abuelos”. No hay espacio ni recursos como para que cada una tenga un chaletito con vistas al monte, con 100 metros cuadrados de parcela y Wi-Fi por satélite.

O repensamos la forma que tenemos de producir y consumir alimentos, o las virtudes del huerto se quedan en mero postureo privilegiado. Postureo que, además, no cuestiona del todo el modelo agroindustrial (o lo hace muy superficialmente), sin entrar a buscar otras miradas y planteamientos hacia una sociedad más justa y equitativa.

Esto no quita, por supuesto, que en la medida de lo posible actuemos dirigiendo nuestras vidas hacia esos horizontes utópicos que podamos ir desentrañando. Experimentar, en este sentido, es importante. No es que tener un huerto propio nos convierta directamente en sujetos moralmente reprochables; al contrario, si tenemos la oportunidad de escapar parcialmente de las lógicas normativas, es bueno hacerlo. Pero debemos al mismo tiempo procurar entrenar nuestra mirada en la complejidad de los fenómenos que estamos viviendo, para no caer en el nihilismo ingenuo, que sólo sirve para reafirmar nuestros privilegios.

Pasar del pensamiento a la acción no es fácil, pero actuar sin pensar nunca ha conducido a verdaderas soluciones.

#Agroecología #Ensayos