Maudite Montagne
En el pueblo recomendaban no venir a solas, pero sólo me quedaban unos días de visita antes de volver. Quería tener una experiencia en un lugar apartado de la sociedad, así que decidí hacer una pequeña excursión en solitario. Para cuando me encontré trepando por aquellos riscos de la ladera, ya llevaba una noche de acampada a mis espaldas. Me habían dicho que aquel no era un pico muy alto, pero aún así la zona llevaba años abandonada. Tenía sentido, pues no había otra forma de llegar que no fuera andando por una antigua carretera, ruinosa, sorteando trozos de asfalto desecho. Solía haber montañistas, pero dejaron de acudir, por no ser una ruta segura, desde que perdimos los satélites.
Llegué a una explanada, que se armaba como un balcón natural en la ladera de la montaña. La niebla seguía colmando el aire, permitiéndome ver poco más que la pared rocosa por la que debía continuar mi camino. Saqué el morral, para detenerme a beber algo antes de continuar la escalada, y me senté en el suelo. Había mucha humedad. No estaba acostumbrado a esa sensación.
Mirando alrededor, me di cuenta de que la hierba cubría hasta el más oscuro rincón. Una hierba gris, fría; pero vigorosa y con presencia, como marcando su territorio. Si algo destacaba en ese lugar remoto, era la presencia de plantas. A pesar del ambiente decadente, éstas se encontraban por doquier, y las había de todos los tipos y formas. Entre unas rocas del saliente pude ver, incluso, lo que parecía una flor de color azul apagado, casi imperceptible sin una mirada atenta.
Quizás fuera eso lo que más me sorprendió: la presencia constante, aunque desapercibida, de vida vegetal; lo que obligaba a forzar la vista y atender con voluntad. Me levanté para observar, entre la hierba y la roca, un poco de musgo y liquen, que se escondían bajo las hojas grises de lo que parecía ser algún tipo de enredadera, colonizando un tronco muerto. El musgo presentaba trazos de un color ocre resplandeciente. Casi parecía oro. No había ningún tipo de fauna, a simple vista, aparte de los insectos, pero nadie que estuviera en mi lugar en ese momento dudaría del afloramiento de la vida en esa pequeña parcela.
Continué mi subida. La senda era complicada, pero perceptible. No había señales. No parecía tener sentido que las hubiera, se las habría comido la vegetación. Trepaba agarrándome con las manos a cualquier matojo o piedra incrustada que tuviera al alcance. Por suerte, la mochila no pesaba mucho, ni la tienda de campaña; aunque el agua, como siempre, escaseaba. No puedo decir cuánto tiempo estuve subiendo, pues la adrenalina corrió en esos momentos por mis venas, concentrando la energía únicamente en lo que me había dispuesto a hacer. Escalé tanto la roca como la niebla, la cual se disipaba poco a poco a mi alrededor. Miraba de vez en cuando por mi espalda, atisbando el paisaje que me esperaba en la cima.
Llegué jadeando hasta una nueva explanada, mucho más grande que la anterior. En medio de la excitación, vi cómo en ella se abría un prado de flores azules, similares a la que había visto abajo, pero mucho más brillantes y hermosas. Miles de ellas, bailando en coreografía con un viento suave que endurecía el sudor. No había sol. La tonalidad gris del ambiente, junto con el azul de las plantas, daban una impresión paradójica: colmada de tristeza, pero hasta el punto de que resultaba bella. Di un paseo entre las flores, acariciando pétalos y olisqueando hierba húmeda. Miré también el paisaje, la niebla desde la que ascendí reposada en un lecho entre los montes bajos. Al fondo, más árboles y matojos, creando su propia sociedad.
De repente, me encontré habitando un sueño. Un lugar que no había visto jamás y para el que no tenía representación previa. Recuerdo pensar en mi madre, en los paseos por el monte cuando era pequeño, cerca de nuestra aldea. Entonces ella decía que ya no se podía ir a casi ningún sitio sin estar solo. Que había mucha gente en todos lados. Que todo estaba ya conocido.
Yo estaba solo, al fin, en un lugar que no conocía. Aunque, mirando aquellas flores, enseguida me di cuenta de que no lo estaba tanto.
Noté cómo el ambiente se irritaba. Volví la vista al prado de flores, y lo que vi me hizo salir del trance reflexivo: las flores se habían cerrado. Todas ellas. La poca luminosidad que tenía el paisaje se había apagado. Una nube negra comenzó a invadir el cielo, abrazando el claro. El viento se hizo hostil en poco tiempo, esta vez con más fuerza, secando el ambiente. No supe qué hacer. No había nada en la explanada; tan sólo plantas que parecían haberse refugiado, como si un depredador entrara en escena. Corrí todo lo que pude, bordeando el risco que delimitaba el claro, pues descartaba completamente la idea de bajar por donde había subido. Me detuve a observar cómo incluso la niebla se había dispersado completamente por el viento violento, y tan sólo veía árboles meciéndose con furia en el horizonte.
Algo sonó, o silbó. A día de hoy no lo tengo claro. Lo noté muy cerca, despertándome un escalofrío. Miré a mi alrededor como pude, tapándome los ojos para protegerme del viento, que no paraba de azuzar. Me detuve un segundo a escuchar, y sonó una segunda vez…
En ese momento sentí miedo.
Era una voz. Dulce pero colérica. No pronunció palabras, pero supe lo que quería decir. Avancé de lado, con la mochila apuntando hacia la dirección del viento para protegerme. Seguía soplando con fiereza, mientras me tapaba la cara y oteaba el entorno en busca de una salida. Entonces miré de nuevo al claro, y por la línea de los ojos entrecerrados, creí ver lo que parecía una silueta entre las flores.
Varias líneas negras, punzantes y retorcidas, en las que no pude distinguir miembros o extremidad alguna, se posaban con quietud en medio del vendaval, la hierba y las flores zarandeándose a su alrededor. En la parte superior, en lo que parecía un rostro borroso y desfigurado, dos puntos amarillos, como el polen primaveral, me observaban.
No tuve tiempo de reaccionar. Mirando a la horrorosa figura, mientras una instintiva huida movilizaba mis piernas, caí al suelo por el costado al tropezar con una piedra, justo al borde del risco, y me vi arramblado ladera abajo por entre los matojos. No fue una gran caída. Sin embargo, la imagen que acababa de presenciar todavía se estaba instalando en mi mente, ya completamente fuera de control. Miré de nuevo hacia arriba, y en medio del éxtasis de mis sensaciones volví a distinguir, asomados al borde del risco, aquellos óculos que observaban desde otro plano; acechándome, odiosos, con esas líneas negras que parecían difuminar el aire a su alrededor. En ese momento sentí las venas explotar dentro del pecho.
En un segundo me giré para apartar la vista de tan horrible imagen, y comencé a bajar la ladera, sin orientación ni reparo en dónde pisaban mis pies. Bajé hasta que de nuevo encontré árboles y vegetación densa, y me adentré en el bosque.
No sé cuánto tiempo recorrí aquella espesura. Sólo recuerdo el miedo y los escalofríos constantes, cada vez que miraba a lo lejos, entre los árboles. Tuve la suerte de no dar con la puesta de sol hasta que conseguí salir a un campo que, tras un poco más de caminata, daba a una de esas carreteras muertas. Pude entonces orientarme y tomar una dirección similar a aquella por donde había venido. Acampé en un olivar que encontré en el camino, ya lejos de la montaña, y para el mediodía siguiente había alcanzado el pueblo más cercano.
Hoy en día no sé lo que vi en aquella montaña. Ni siquiera sé si fue algo real, o un fruto de la imaginación, potenciada por el éxtasis de la experiencia singular que acababa de tener. Sin embargo, lo que más empapa mi mente no es el horror de una entidad desconocida. Es más bien el recuerdo de un lugar prístino y salvaje, floreciente y hermoso, habitando una bienvenida oscuridad. Lo que viví en aquella cordillera en nada tiene que ver con cómo eran las cosas antes. Mucho se ha perdido desde entonces. Mucho dolor, es cierto, pero yo me pregunto… ¿Para quién?
Quizás he tenido el privilegio de constatar el primer indicio de un cambio radical en la historia. Y aunque muchos se resistan a creerlo, lugares como ese ya no nos pertenecen. Algunos dirán que se encuentra abandonado, pero yo no lo veo así. Allí habitan seres que aún escapan a nuestra comprensión: seres que hemos querido definir, clasificar y delimitar, pero que nunca logramos conocer. Allí han conquistado un espacio que han hecho suyo, gobernados únicamente por las leyes de sus propias vidas.
Ahora nos toca aceptar que hay lugares a los que no podemos llegar, y que en este mundo hay otros seres con igual derecho a marcar sus propias fronteras.
Esa montaña vuelve a estar maldita.