El Caracol Negro

El trabajo (no me) dignifica

Llevo ya varios años en búsqueda de un espacio que habitar. Soy un renegado universitario, uno de esos pocos que no consigue encajar con nada de lo que sus estudios le proponen, pues el inconformismo me nace desde las entrañas. Bombea cada vez que pienso en dedicarme a algo que no me gusta.

Toda actividad profesional que me propongo hacer tiene alguna pega, algún defecto irremediablemente soporífero, que hace que pierda el sentido, vaciando mi existencia de los pocos sueños y esperanzas con los que, mientras firmo el contrato, había conseguido llenarla.

He probado muchas cosas y soñado con el doble de ellas. Nada ha conseguido retenerme ni hacer que me “asiente” en un lugar, para dedicarme a algo con lo que hacerme una tarjeta de empresa. Ni siquiera tengo un currículum medio coherente.

El principal problema suele ser la constatación fehaciente de que la inmensa mayoría de puestos de trabajo a los que puedo aplicar no sirven realmente para nada. Aparte de encontrarme con el más grande y doloroso de los muros que el mercado laboral actual ha levantado, la hiperespecialización del trabajo (siempre me falta algún requisito para aplicar a un puesto: un máster, un curso, tantos años de experiencia, idiomas, alguna capacidad…), lo cierto es que en cuanto me planteo dos veces la razón por la cual estoy pensando siquiera en aplicar, me doy cuenta de que ni por todo el oro del mundo dedicaría un sólo segundo de mi vida a desempeñar las tareas que me proponen.

Me encuentro entonces sintiéndome vacío y fracasado por no tener los requisitos para aplicar a un puesto que ni siquiera quiero. Porque en el fondo lo que quiero no es el puesto de trabajo, sino la sensación de ser algo valioso según las reglas del mundo que me ha tocado vivir. Que otros me reconozcan y me vean, y ser parte del sistema. A toda costa.

Pero enseguida me doy cuenta de la futilidad de la mayoría de esas actividades. Hemos llegado a un punto en el que todo lo que se ofrece como medio de vida es pasar el tiempo haciendo cosas que no tienen ningún impacto en el mundo real. No sirven más que para enriquecer a unos pocos, los que tienen el capital. Una gran parte de las veces, esas actividades inútiles se hacen delante de un ordenador. Y ahora que estamos sobrepasando el umbral del trabajo presencial, ni te cuento: ocho horas de lunes a jueves, con jornada intensiva los viernes y los meses de verano, tragando luz azul por cada célula de tus pupilas, sin saber si afuera llueve, nieva o ha habido un apocalipsis zombie. Recomiendo encarecidamente el libro Bullshit Jobs (Trabajos de mierda) de David Graeber, para encontrar argumentos muy buenos sobre esta idea.

Y habrá por supuesto quien esté super contenta y feliz con su puesto, en una empresa genial y fantástica, porque ha encontrado su vocación y está haciendo cosas geniales con un equipo simpático, en una ciudad estupenda. En ese caso, este mensaje quizá no llegue a esas personas, pues aquí quien habla es un renegado de la carrera profesional, un condenado a ser aprendiz, al que le resulta imposible dedicar toda su vida a lo mismo. Ya no es sólo que necesite hacer varias cosas en el día a día. Es que me agobio sólo de pensar en dedicar toda mi vida a hacer lo mismo. Cada tantos meses me intereso por una cosa nueva, y aunque en general mi vida va recorriendo las mismas órbitas y voy dando vueltas a las mismas cuestiones (nunca me he interesado por las matemáticas puras o el márketing, por ejemplo), lo cierto es que no he podido nunca identificarme con aquellas personas que gloriosamente dicen: “Mi vida es X”.

No puedo. Yo necesito cambiar, estimularme, inspirarme, aprender, fallar, olvidarme, relacionar y, en definitiva, vivir. Me agobio hasta de ir todos los días al mismo sitio. Y cada vez que firmo un contrato no puedo evitar ver aparecer las cadenas que me van a atar a una rutina inamovible. Siento temor.

¿Acaso soy un bicho raro por pensar así?

Acabé mis estudios porque, si los dejaba, no iba a disfrutar de otra beca para seguir haciendo otra cosa. Desde entonces, he probado con muchos oficios (los que he podido), siempre con la misma sensación: a ver cuándo se acaba esto y puedo hacer otra cosa. Mi vida reciente ha sido un impasse, un punto de inflexión, hasta el punto de tener que acostumbrarme a que la norma sea siempre caminar y no llegar a ningún lado, a ninguna conclusión.

¿Tengo entonces que cambiar y adaptarme al sistema?

No quiero juzgar ni generalizar. Entiendo que la normatividad es una zona de confort, en la que el alma se reposa y encuentra la coherencia que todo ser humano necesita para vivir y aceptarse a sí mismo. Entiendo, pues, que es “fácil” estudiar, hacer un máster, especializarse, trabajar en una empresa o en un mismo sector toda o gran parte de tu vida, y no plantearse nada más allá del dinero que va entrando para vivir dignamente. Para las almas honestas, que al menos lo que están haciendo no haga daño directo a nadie. A mí esto no me parece conformismo: es la vida de muchas personas que luchan a diario por encontrar y mantenerse en su sitio. Forjar un destino.

Pero no es mi lugar.

Yo necesito encontrarme haciendo cosas que sé que son importantes. Me da incluso igual que a nadie le interesen esas cosas. Me da lo mismo que “no tenga salida”. Bueno, en realidad no me da lo mismo, porque quiero vivir de ello. Necesito que lo que haga me guste y me dé de comer, y no soy idealista ni “utópico” (¿Qué es eso?) por pensarlo. Hay muchas cosas importantes que hacer en esta vida. ¿Acaso soy egoísta por querer que mi día a día no sea un calvario? Por supuesto que siempre hay sacrificios. Hay quien dice incluso que la verdadera libertad es elegir las propias cadenas. No creo que sea tan radical, pero sí que apunta a algo importante: cuando lo que se hace tiene sentido, los sacrificios también lo tienen.

Hoy ya no hace falta más gente haciendo cosas estúpidas. Eso sólo nos está trayendo decadencia y colapso. Unos pocos se enriquecen a costa del tiempo que otros tantos gastan en hacer cosas sin trascendencia, ni para sus vidas ni para el planeta en general. Al contrario, muchas de esas actividades ni siquiera son inútiles, sino que son nocivas para la vida sobre la Tierra. No voy a entrar a describir ejemplos. Me contento con que quien lea esto inmediatamente haga autorreflexión y piense en las cosas tóxicas que ocurren en su empresa o trabajo. No se trata de abandonar todos nuestros estilos de vida e irnos a hacer otra cosa (aunque para algunos quizá sí), sino de transitar otros caminos, cultivar el coraje.

Yo he decidido ser valiente y enfrentarme a una búsqueda incierta, sin fecha límite y sin plazos. Quizás esté así toda mi vida. Quizá mañana encuentre mi lugar. A pesar de la incertidumbre, lo que no puedo hacer es machacarme por no estar donde no quiero. No sé dónde quiero estar, pero sí dónde no.

Navegación negativa: identificamos aquellos elementos a los que sabemos que no tenemos que ir, y navegar consiste en no verlos; si estamos perdidos, es que vamos por un camino mejor que el de chocar contra un acantilado.

Hoy en día lo que ocurre es que el acantilado es duro pero reconfortante. Hay sirenas en la costa. Dicho sin metáfora: hay condicionamientos sociales y culturales que nos empujan a querer cosas que a largo plazo son nocivas en nuestra vida, tan sólo por la recompensa del reconocimiento y la estabilidad económica.

Habrá a quien este discurso no le llegue en ningún sentido. Bueno, las experiencias vitales son muchas y variadas. No ha llegado el día en que todo el mundo esté de acuerdo en algo. A quien, sin embargo, le resuene en algún lugar más o menos profundo del espacio y el cuerpo que habita, ojalá que las palabras sean bienvenidas.

Y que sepa que hay otros renegados en el mar.

#Reflexiones